Publicado por Fray Raúl | 0 comentarios

La dialéctica de la Fraternidad.

Para hablar de comunión fraterna he de hablar de si he dado y/o buscado los espacios y momentos para que haya un encuentro común.

El viaje inicia desde el reconocer mi individualidad y subjetividad como parte integrante de la fraternidad. Sólo viéndome como yo-mismo podré ir al encuentro del otro, no como algo que tiene que ser, sino como algo que quiero que sea.

Desde el momento en que me abro a lo que está más allá de mí, empiezo a caminar los caminos de la otredad. En el particular significado de Otro, no como cosa u objeto, sino como persona, sujeto como otro-yo, al igual y distintamente que yo-mismo. Sólo así y en el movimiento de mi yo hacia el otro y del otro hacia mi es que hay encuentro.

El encuentro fraterno no es algo fortuito, fruto del azar. Es el resultado de un largo proceso de negación, es decir, de negarse a la soledad, al vacío y al aislamiento para estar en un estado de compañía, plenitud y complementariedad.

Si en este ir-hacia-el-otro, no me encuentro con nadie, por lo menos queda que he buscado que se den las circunstancias y requerimientos para la común-unión. Si por el contrario, me he cerrado al otro-que-viene, en definitiva soy yo mismo quien pierde, porque sumar nunca fue a menos, sino a más.

En la vida fraterna tiene que haber en principio miembros que conformen la fraternidad, o sea, los hermanos que están ahí. Pero el estar allí de los otros y mío no es estático, sino dinámico. Estamos con todo lo que somos en un tiempo y lugar determinado. Pero esto no significa que haya fraternidad y comunión en el sentido amplio y puro y alto de dichos términos.

Seríamos simplemente convivientes casi indiferentes. La comunión fraterna ha de incluir el deseo y la voluntad de ir hacia el otro y el dejar que el otro venga. Pero antes cada uno (yo y los otros) ha de tomar conciencia de su propio ser.

Ser consciente de su propio ser significa auto-conocer-me. Conocer mis capacidades y potencialidades, conocer mis miedos y limitantes. Tener una visión global de mi ser en el mundo y caer en la cuenta que estoy aquí de forma libre y responsable, tratando de sumar fuerzas detrás de Aquel creo me ha llamado. Estoy aquí no para hacer mi voluntad, sino para hacer la suya. Voluntad que es voluntad de amor y tiene como principio y fin la vida en Dios-Amor.

Si me reconozco como llamado a participar de los dones del reino dentro de una familia religiosa, veré siempre en los demás esas características que también yo poseo en cuanto que todos somos llamados.

El hecho de conocerme y saberme llamado me dará la sensibilidad necesaria para que al momento de confraternizar, sepa que el terreno que estoy pisando es sagrado.

A veces hemos perdido esta dimensión trascendental dentro de la vida fraterna y comunitaria. Valga la aclaración de que no somos cualquier grupo o asociación. Somos los amigos que Jesús quiso a su lado. Este sentido espiritual de la comunión no se nos debe olvidar, ya que “si una madre ama a su hijo carnal, cuánto más no ha de amar uno a su hermano espiritual” (San Francisco). Sólo quién ve al otro en esta dimensión de seguimiento logra reconocer en el otro a Cristo y lo ve como un don.

Ahora bien, si tanto el otro como yo estamos en la sintonía del seguimiento y ambos reconocemos nuestro propio valor y nuestra propia fragilidad, ¿qué impide que vayamos al encuentro del otro? Y si ya vamos de camino ¿qué impide que el encuentro se dé?

Una cosa es cierta, que a pesar de reconocer en nosotros y en los otros la dimensión sagrada-espiritual del seguimiento, a nivel de lo cotidiano nos seguimos moviendo por los parámetros de la empatía, es decir, busco lo que me agrada. Y lo que me agrada entra por los sentidos y causa placer. Esto en el sentido más inconsciente, pero si tratamos de ir más allá del placer y los sentidos y hay en nuestro corazón el deseo de ponernos en el zapato del otro o de comprenderlo, ya no es necesario que el otro venga o se abra, pues yo he llegado a él (por lo menos a lo que creo conocer de él).

Mal que bien podemos conocer algo del otro, y lo que no conocemos lo suponemos a partir de lo que él ha manifestado y de lo que yo he vivido en particular.

Con este creer conocer como premisa, damos el paso para comprender. Pero comprendo al otro desde mi mismo. Supongo sus miedos, temores, cualidades, capacidades y potencialidades, y en la medida en que se abra y yo me abra, se irá purificando eso que creo conocer. Se confirmará o se transformará aquello que creo conocer para pasar a un reconocer al otro. Pero en este proceso, lo que sí puedo hacer en mayor amplitud es reconocer-me en el otro. Ver en él mis propios miedos y mis temores, mis capacidades y limitantes. Ver mi rostro en él. Y así sí podré amar al otro como a mí mismo.

Yo para él soy “otro”. Él para mi Yo es Otro-yo. Igual pero distinto.

Este recorrido nos lleva a considerar al otro a partir de mi mismo y a reconocerme en el otro. Un camino similar hacen los otros respecto a mi propio yo.

Si esto es cierto, la mayor dificultad empieza cuando cada uno ve en el otro lo que de negativo tiene uno mismo. Lo exagera y lo rechaza, simplemente porque no quiero eso “malo” de mí. El rechazo es mayor y más fácil porque me olvido de que ese otro soy yo mismo. Entonces, no es que estemos rechazando al otro, sino que nos estamos rechazando a nosotros mismos. Quien no se conoce, no se acepta y no se valora tal cual es, y repetirá este patrón aplicándolo siempre a los demás. Sólo quien se acepta y valora logra empatar con los otros y construir fraternidad. Esto se resumiría de algún modo así: si yo me amo, también te puedo amar. Si no te amo es porque tampoco me amo a mí mismo.

No quiere esto decir que el ser narcisista sea la cura, ya que el narcisista sólo ama lo superficial de él. Amarse es asumirse de modo integral, pues tanto lo bello como lo feo están en uno. Si no reconocemos esto “negativo” que poseemos, siempre nuestros juicios carecerán de la “justa media” que se ubica más allá de lo bueno y lo malo, más allá de lo bello y lo feo, más allá de lo útil y lo inútil.

Nuestra limitante viene a ser entonces el no conocernos cabalmente y sólo ver lo que de bueno tenemos. Pero la otra actitud contraria tampoco es positiva, a saber: creer que soy todo malo. La “justa media” será el indicador. Caminar en la verdad. Siendo lo que somos, sin aparentar más y sin creernos menos.

Con la debida valoración de uno mismo posiblemente podamos valorara más al otro.

Otro pequeño detalle está en el saber amar. Ese saber que lo da la experiencia. Saber amar que también es saber hacer, saber decir, saber oír. Estar atentos a quien es destinatario de nuestro amor.

Si consideramos los dos destinatarios potenciales de nuestro amor (yo mismo y el otro), nos damos cuenta que tampoco aprendimos a amar. El amar es libre y por ende voluntario y responsable. Surge de la idea y del respeto por el otro.

El primer amor que se conoce es el amor de la madre (si nos ha amado). En este caso, lo más difícil será acoger este amor, que la mayoría de las veces es sacrificial y desinteresado. El modo en que aprendimos a recibir amor marcará nuestra capacidad de apertura al amor de los otros.

La madre enseña que debemos amar a alguien, a quien ella ama. En este caso, nuestro propio ser. Por eso nos enseña a cuidarnos, alimentarnos, bañarnos, vestirnos y siempre busca el bienestar de su hijo. Este cuidado hacia uno mismo tiene que ser bien aprendido y asumido por uno mismo. Hacer-me cargo de amar-me-a-mi-mismo. Si lo hago, lograré amar-me a mí, e imitar este amor materno amando a otros.

Pero hay algo que rompe este curso ideal. No amamos como una madre, nos dejamos amar y no nos amamos a nosotros mismos. Amarse a uno mismo implica vencer el egoísmo. Pues si es amor de verdad no puede haber desorden en él.

Vamos a decir que amar supone tener claras las ideas del bien. Pero a veces este bien y este amor toman forma de acciones concretas. Es realizando estas acciones que identificaré si amo de verdad (o si me amo a mi mismo en realidad).

En principio amar ha de implicar hacer el mayor bien a alguien. Este mayor bien ha de ser siempre bueno y no cambiar en menos.

Primero, consideremos la igualdad entre amor y bien. Quien ama hace el bien y el bien es el amor. Hacer el bien significa que todo ha de corresponder lógicamente al bien. Es decir, si el amor es la causa de una acción que supone el bien, no puede salir nada malo de ésta, porque si no, no sería bien, no sería amor.

Amar es…

Amar es mirarnos. Mirarnos transparentemente a los ojos con humildad. Ver a aquel que se me revela y me descubre a través de la mirada, tierna y sincera. Quien no ve al otro no lo ama, quien no se ve a sí mismo no se ama tampoco.

Amar es escucharnos. Todos tenemos algo que decir, pero necesitamos a otro para que nos oiga, para que simplemente escuche nuestras palabras, nuestras ideas, nuestros temores. Quien no sabe oír a su hermano, quien no sabe escuchar a su hermano no sabe amar.

Amar es tocarnos (abrazarnos). Como el hijo que abraza a su madre, como la madre que abraza al hijo. Abrazo como la expresión más sincera de afecto. Que se recibe en la misma medida en que lo doy. Si soy superfluidad, superfluidad recibo.

Amar es atendernos. Poner al otro siempre en primer lugar es a la larga ponerme a mí, porque si todos hacen lo mismo que yo, que soy uno, entonces serán muchos los que hagan lo mismo conmigo. Estar atentos, prestos a favorecer al otro siempre que podamos.

Amar es interesarnos por el otro. Leer sus expresiones, sus silencios, sus gritos… interesarnos, no con la malicia de suponer el mal, sino como quien quiere sacar a la luz lo verdadero, lo bueno y lo bello que hay ahí dentro.

Amar es respetarnos. Respeto que se consolidad y que crea amistad y confianza. Respetar al otro es dejarlo que sea él mismo. Que sea quien es y amarlo tal cual es. En la medida en que aprendo a respetar seré respetado.

Amar es callar. Callar cuando en la boca hay palabras hirientes y los gestos son amenazadores. Callar cuando lo que tengo que decir solo traerá más daño que bien.

Amar es corregir. Corregir al otro porque me importa y es valioso al igual que yo. Corregirlo porque es mi hermano. Como lo corregiría una madre amorosa, que quiere el bien para su hijo.

Amar es contemplar. Dejarse sorprender por la grandeza de lo cotidiano. Por lo antiguo de los atardeceres. Por lo interminable de la lluvia. Por el canto diario de las aves. Por el otro que está ahí y no me doy cuenta.

Amar es reír y llorar. Reír con el otro, alegrarme de sus alegrías y llorar por su llanto. Compartir su fragilidad y su grandeza. Como expresión de cercanía y confianza. Porque lo que a él le afecta a mí me afecta.

Amar es comer juntos. No porque no podamos hacerlo solos, sino porque comiendo juntos el alimento es más sabroso y se comparte.

Amar es orar juntos. Porque ya Jesús lo dijo: él está en medio de los que se reúnen en su nombre.

Amar es hacer silencio. Porque cada uno necesita el tiempo necesario para estar consigo mismo. Además, las mejores cosas se dicen en silencio, no en la bulla.

Amar es amarse uno mismo y que la medida de ese amor sea la medida para amar a los otros.

Amar es obedecer. Pues en nuestro ser religioso, ya no hacemos nuestra propia voluntad, sino que nos sometemos a la voluntad de Dios (que es amor), que se hace concreta a través de los superiores.

Amar e ser uno mismo. Porque no se puede amar en la mentira, en el error, alejados de la verdad. Ama quien se sabe amado y se conoce y es uno mismo. Y ese será el mejor regalo para los demás, un YO auténtico.

En resumen, para que haya comunión fraterna debo darme yo mismo a los demás y recibir a los demás tal cual ellos son. Darme de modo integral, no la apariencia, lo accidental, sino el yo-verdadero cono todo lo que soy y quiero ser, con las cualidades y defectos, con las fortalezas y debilidades. Darme humildemente con la más simple verdad que soy Yo-Mismo.

0 comentarios: