Publicado por Enrique Nuñez | 0 comentarios

Jesús y el Reino de Dios



 Tomado del subsidio 2014 para la formación inicial y permanente de la Provincia Franciscana Nuestra Señora de Guadalupe 

LA PERSONA DE JESÚS Y EL REINO DE DIOS

“El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Me 1, 15). Así comienza y resume Jesús su mensaje evangélico. Su predi­cación nace en parte de la tradición Judea que esperaba la intervención definitiva de Dios en la historia. Israel esperaba el Reino de Dios para el último día cuando Dios juzgaría a todos y establecería el reino de justicia, paz y libertad. Con su propia originalidad Jesús transforma el símbolo tradicio­nal. Anuncia que el Reino de Dios está cerca, está a las puer­tas. Irrumpe en la historia en la persona misma de Jesús. La proclamación del reino está enraizada fundamentalmente en su “experiencia del Abba” con quien vive una relación ínti­ma y profunda; que experimenta como amor incondicional,* el Padre que no conoce límites cuando toma la iniciativa y viene a cumplir la antigua promesa de salvación para toda persona y para la creación entera. Esta experiencia del Abba determina toda la vida de Jesús y de esta relación fundacio­nal nace su proclamación del Reino de Dios que da sentido y marca el rumbo de su vida y misión.

Centralidad Del Reino En La Predica­ción De Cristo

El Reino de Dios no es, como algunos creen, lo mismo que el cielo, el lugar donde uno va al morir. No es un estado, un lugar, un territorio; no es una entidad geopolítica, una estructura, un sistema o institución; no es la Iglesia. Es la intervención salvífica de Dios que viene en amor para reinar en su pueblo. El proyecto del Reino consiste en la defensa y dignificación de la vida de los seres humanos (Cf. Jn 10,10). Es una realidad relacional, un proceso, una forma de vida, un modo de convivir entre hombres y mujeres de modo que se sienten hermanos y hermanas, hijos e hijas de Dios.

En la sinagoga de Nazaret Jesús proclama la utopía del año de gracia del Señor que se hace historia en liberaciones muy concretas para los oprimidos y cautivos (Le 4,16-21). Juan el Bautista, en la cárcel, manda unos mensajeros a bus­car claridad. Jesús responde: “Vayan y cuéntenle a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los le­prosos quedan sanos, los sordos oyen, los muertos resucitan y una buena nueva llega a los pobres. Y, además, ¡feliz el que me encuentra y no se confunde conmigo!” (Mt 12,2-6). Los destinatarios son, en primer lugar, los pobres y desvalidos, los enfermos y tullidos, los publícanos, pecadores y prostitutas.

Con su proclamación del reino Jesús dio vuelta total a todas las relaciones sociales. Invitó a poner la otra mejilla, amar al enemigo, hacer el bien a quienes nos odian, bendecir a quienes nos maldicen, perdonar setenta veces siete (cf. Mt 5, 38-43; Le 6, 27-37). Para Jesús, todos somos iguales en dignidad y valor. Trató a los ciegos, cojos, lisiados, leprosos, pecadores y marginados con tanto respeto como a los gran­des del mundo. Concedió a las mujeres el mismo valor y la misma dignidad que a los varones (cf. Le 7,39; Mt 11,19).

Enseñó a sus seguidores a ocupar el puesto más bajo, poniendo como ejemplo a un niño (cf. Me 9,33-37). Dijo que las prostitutas y cobradores de impuestos entrarían al reino antes que los dirigentes religiosos (Mt 21,31). Causó escán­dalo al comer en la misma mesa con pecadores públicos (cf. Mt 9,11; Me 2,16). Afirmó que los primeros serían los últi­mos (cf. Mt 20,16). Relativizaba la ley: el sábado está para el hombre y no al revés (cf. Me 2,27).

Consideraba las leyes de pureza ritual como tradiciones humanas que distorsionaban las intenciones de la ley de Dios (cf. Mt 15, 1-20). Para él lo importante eran las personas y sus necesidades. Vino a buscar lo que estaba perdido (Le 15), a buscar a los enfermos para sanarlos. Invitó a sus segui­dores a buscar el último puesto, a lavar los pies a los demás (Jn 13, 4-16). Presentó el sermón de la montaña como el camino para sus discípulos para construir nuevas relaciones (Mt 5,3-12). Y los preferidos son los pobres “pues de ellos es el Reino de los Cielos”.

Al anunciar el reino, Jesús invita a convertirse y creer en la Buena Nueva (cf. Me 1, 15). Se acerca para ofrecer el amor incondicional del Padre. Conversión significa volverse a Jesús, acoger y aceptar a Jesús como el centro de la vida. La fuerza transformadora de este encuentro con Jesús es evi­dente en el caso de Zaqueo (cf. Le 19,1-10), la mujer samaritana (cf. Jn 4, 5-42) y otros personajes del nuevo testamen­to. El encuentro les lleva a una relación íntima con Jesús que resulta en un cambio profundo, un proceso de conversión, comunión y solidaridad. El corazón de piedra se transforma en corazón de carne (Ez 11,19), que resulta en una nueva práctica de la compasión, la justicia, la reconciliación y el amor.


La dimensión personal del reino es muy evidente. El rei­no trasciende este mundo y tiene como meta los cielos nue­vos y la nueva tierra. Este aspecto, sin embargo, es a menu­do subrayado hasta tal punto que el reino no tiene nada que ver con este mundo. Como resultado, el mensaje de Jesús se convierte en un asunto privado y el aspecto social del reino es ignorado y abandonado.

Por eso es importante señalar la dimensión social. El reino apunta también a la liberación de estructuras sociales. Jesús vivió en una realidad totalmente opuesta a los valores del reino, donde la mayoría vivía en una pobreza deshuma­nizante, pagando altos impuestos a las autoridades religiosas y civiles y donde la religión sirvió para mantener el pueblo en una situación de sumisión y opresión.

En este contexto los anatemas de Jesús no son solo con­denas a individuos sino a grupos colectivos que, a través de su poder, mantienen en opresión a los pobres. A los ricos Jesús dice: “Ay de ustedes los ricos, porque ya han recibido su consuelo” (Le 6,24). A los sacerdotes, que tienen el poder religioso, Jesús les acusa de haber cambiado el sentido del templo convirtiéndolo en guarida de ladrones (Me 11, 15- 17). A los escribas, que tienen el poder intelectual, les acusa de atar cargas pesadas a los demás sin que ellos muevan un dedo (Mt 23,4).
A los fariseos les acusa de ser guías ciegos (Mt 23,24). A los gobernantes, que detentan el poder político, les acusa de oprimir a la gente (Mt 20,25). En este contexto de sufrimien­to el anuncio del “año de gracia” para su pueblo constituye un llamado para una renovación de todas las estructuras so­ciales del presente sobre la base de la alianza.

Dimensión escatológica del Reino de Dios

Este reino está ya presente y todavía por venir. Es don gratuito de Dios y tarea para nosotros. Es como la perla de gran valor, la levadura que actúa ya en el mundo, la semilla ya sembrada, el grano de mostaza que está creciendo. Tene­mos que poner de nuestra parte como los que reciben talen­tos para que el reino crezca (Mt 25,14,30).

Por otra parte tenemos que confiar plenamente en Dios, abrir nuestro corazón a Él, saber que el reino es gracia, que el trabajador de la última hora recibe también el denario (Mt 20, 1-16), que el buen ladrón estará con Jesús en el paraíso (Le 23, 39-43). Podemos decir que la venida del reino de Dios es total y absolutamente obra de Dios, pero al mismo tiempo es también total y absolutamente obra de seres hu­manos. Lo que nos toca como cristianos es acoger con fe el don de la gracia y cercanía de Dios, traducir esto en la vida en el seguimiento de Jesús, luchar por la justicia y el amor; trabajar como si todo depende de nosotros y orar como si todo dependiera de Dios (San Agustín), de modo que al fi­nal, “Dios sea todo en todo” (lCor 16,28).

“El Reino que nos reclama” (PAPA FRANCISCO: EVANGELÜ GAUDIUM)

180.     Leyendo las Escrituras queda por demás claro que la propuesta del Evangelio no es sólo la de una relación per­sonal con Dios. Nuestra respuesta de amor tampoco debería entenderse como una mera suma de pequeños gestos per­sonales dirigidos a algunos individuos necesitados, lo cual podría constituir una «caridad a la carta», una serie de ac­ciones tendentes sólo a tranquilizar la propia conciencia. La propuesta es el Reino de Dios (cf. Le 4,43); se trata de amar a Dios que reina en el mundo. En la medida en que Él logre reinar entre nosotros, la vida social será ámbito de fraterni­dad, de justicia, de paz, de dignidad para todos. Entonces, tanto el anuncio como la experiencia cristiana tienden a pro­vocar consecuencias sociales. Buscamos su Reino: «Buscad ante todo el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás vendrá por añadidura» (Mt 6,33). El proyecto de Jesús es instaurar el Reino de su Padre; El pide a sus discípulos: « ¡Proclamad que está llegando el Reino de los cielos!» (Mt 10,7).

181.     El Reino que se anticipa y crece entre nosotros lo toca todo y nos recuerda aquel principio de discernimiento que Pablo VI proponía con relación al verdadero desarrollo: «Todos los hombres y todo el hombre». [145]
Sabemos que «la evangelización no sería completa si no tuviera en cuenta la interpelación recíproca que en el curso de los tiempos se establece entre el Evangelio y la vida con­creta, personal y social del hombre». Se trata del criterio de universalidad, propio de la dinámica del Evangelio, ya que el Padre desea que todos los hombres se salven y su plan de salvación consiste en «recapitular todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, bajo un solo jefe, que es Cristo» (Ef 1,10). El mandato es: «Id por todo el mundo, anunciad la Buena Noticia a toda la creación» (Me 16,15), porque «toda la creación espera ansiosamente esta revelación de los hijos de Dios» (Rm 8,19).

Toda la creación quiere decir también todos los aspectos de la vida humana, de manera que «la misión del anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo tiene una destinación univer­sal. Su mandato de caridad abraza todas las dimensiones de la existencia, todas las personas, todos los ambientes de la convivencia y todos los pueblos. Nada de lo humano le pue­de resultar extraño». La verdadera esperanza cristiana, que busca el Reino escatológico, siempre genera historia

183. Por consiguiente, nadie puede exigimos que rele­guemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional, sin preocu­pamos por la salud de las instituciones de la sociedad civil, sin opinar sobre los acontecimientos que afectan a los ciu­dadanos. ¿Quién pretendería encerrar en un templo y acallar el mensaje de san Francisco de Asís y de la beata Teresa de Calcuta? Ellos no podrían aceptarlo. Una auténtica fe -que nunca es cómoda e individualista-siempre implica un pro­fundo deseo de cambiar el mundo, de transmitir valores, de dejar algo mejor detrás de nuestro paso por la tierra. Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y ama­mos a la humanidad que lo habita, con todos sus dramas y cansancios, con sus anhelos y esperanzas, con sus valores y fragilidades. La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos. Si bien «el orden justo de la sociedad y del Estado es una tarea principal de la política», la Iglesia «no puede ni debe quedarse al margen en la lucha por la justicia». Todos los cristianos, también los Pastores, están llamados a preocu­parse por la construcción de un mundo mejor. De eso se tra­ta, porque el pensamiento social de la Iglesia es ante todo positivo y propositivo, orienta una acción transformadora, y en ese sentido no deja de ser un signo de esperanza que brota del corazón amante de Jesucristo. Al mismo tiempo, une «el propio compromiso al que ya llevan a cabo en el campo social las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, tanto en el ámbito de la reflexión doctrinal como en el ámbito práctico».

1.         ¿Cómo logro integrar las tres dimensiones del Rei­no en mi vida y misión?
2.         ¿Qué alternativa evangélica ofrecemos a nivel per­sonal y fraterno al sistema neo-liberal de consumo?
3.         ¿A qué me invita el Señor?

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