EL AMOR GRATUITO DE DIOS
La verdad es que, cuanto más se piensa, mejor se comprende que, en
realidad, no somos capaces de creer en el amor de Dios: de ese Dios que es
padre/madre sin límites de egoísmo ni restricción de trauma o de necesidad
propia. No somos capaces de creerlo, porque nuestra experiencia no nos 'r
ofrece ejemplos suficientes: nuestro inconsciente está demasiado cargado de
culpabilidad, nuestra conducta es demasiado agresiva y nuestras relaciones
comportan demasiado egoísmo. De modo casi inevitable, trasladamos todo eso a
Dios. No nos cabe literalmente, ni en la cabeza ni en el corazón, que su amor
sea tan limpio, tan inusitadamente generoso. En cuanto bajamos la guardia,
estamos transformando a Dios en amo exigente, en legislador apremiante, en juez
justiciero: en todo, menos en el padre/madre que nos ama con un amor sin precio
ni condiciones.
Precisamos mucho tiempo para ir alcanzando un mínimo convencimiento de
que. si Dios es amor, eso quiere decir que todo su ser consiste en amarnos; que,
por así decirlo, no sabe, ni quiere, ni puede hacer otra cosa. Que si, por
ejemplo. Dios crea el mundo, tal creación no tiene ni puede tener otra
finalidad que la de ponerse amorosamente a nuestro servicio para darnos el ser
y hacemos posible participar en su felicidad. Repitámoslo: no hemos sido
creados para dar gloria a Dios, sino que nosotros mismos somos su gloria: "la gloria de Dios es el hombre vivo", decía ya san Ireneo,
en frase que afortunadamente se está haciendo popular. Dios no necesita nada.
El sólo da y únicamente quiere dar, y no pide nada a cambio. Todo tan enorme y
gratuito que, insisto, somos incapaces de creerlo.
Permitidme contar algo que me pasó con mi madre (ahora que está
muerta, que descansa en el Señor, puedo contarlo tranquilamente; y acaso muchas
personas se reconozcan en esta experiencia). Un día, no recuerdo ya con qué
motivo, se me ocurrió darle las gracias. Le resultó tan inesperado, quedó tan
tan sorprendida, que se echó a llorar, quejándosele cómo le decía eso a ella, y
que no volviese a repetirlo. Para ella era tan natural hacer todo lo que podía
por mí. por su hijo, que le parecía una ofensa que yo le diese las gracias. La
entrega era lo normal, lo que ni siquiera se advierte: su ser de madre
consistía en querer a sus hijos, en darles todo y dárseles toda.
Naturalmente, no recuerdo esto para gloriarme de mi madre, ni para
decir que fuese más perfecta que las demás. Es más bien para indicar cómo
incluso en nuestra experiencia humana aparecen rasgos que, como chispazos súbitos,
nos permiten presentir lo que puede ser ese amor incomprensible, ese amor
increíble de Dios.
Pero nuestra imaginación está tan poblada de monstruos, y nuestros
hábitos mentales tan llenos de imágenes que nos impiden verlo y nos lo deforman
continuamente. Tenemos que servir a Dios, tenemos que cumplir con Dios, tenemos
la obligación de ir a misa, de guardar los mandamientos... Todo como si Dios
estuviese allá, poderoso, impositivo, exigente... y nosotros, aquí, sometidos y
expectantes, a la espera del premio o con miedo al castigo. Verdaderamente,
estamos siempre haciendo a Dios a nuestra imagen y semejanza. Y. como somos
pequeños.
como ponemos precio a todo, relacionándonos en el pago y el
intercambio, no nos atrevemos a imaginarnos a Dios de otra manera. No nos
atrevemos a creer vitalmente, visceralmente, que Él es padre gratuito, madre
entregada, y nos empeñamos en hacerlo juez justiciero.
Menos mal que Dios se niega siempre, con la invencible terquedad del
amor, a entrar en el papel que nos empeñamos en asignarle. Me gusta aclararlo
con la parábola del padre bueno \ del hijo pródigo:
El hijo de la parábola ofende gravemente a su padre hiriéndolo en lo
más íntimo: no quiere tener ya nada con él, le pide la herencia y se marcha de
casa. Vive de mala manera y lo malgasta todo, hasta que llega un momento en que
la miseria y el abandono le llevan a caer en la cuenta de que ha obrado mal.
Entonces recapacita: comprende lo que ha perdido y el dolor que ha causado. Se
arrepiente y decide volver a su casa. Pero ahora, cargado de culpabilidad, en
su imaginación el padre se ha convertido en juez: "Padre, he ofendido a Dios y te he ofendido a ü. va no merezco llamarme hijo luyo: trátame como a uno
de tus jornaleros" (Le 15,18-19). He ahí el mecanismo de la proyección culpable: Dios se
nos aparece a nuestra imagen y semejanza, tal como actuaríamos nosotros,
pidiendo cuentas, castigan do, vengándose.
Afortunadamente, Dios, igual que el padre de la parábola, no acepta el
rol que compulsivamente le atribuimos. Él nunca ha dejado de ser padre y se
niega en redondo a ser juez. Sigue siendo el de antes: el padre que sufre por
la desgracia de su hijo y lo espera cada tarde; que no piensa en la herida
propia, sino en el daño que el hijo se está infligiendo a sí mismo. 'El nunca
lo ha condenado, ni ha dejado de amarlo un solo momento. Por eso, cuando llega,
el padre no se pone a reprenderlo, ni siquiera le "confiesa" o le
interroga: ¿qué has hecho? Y. desde luego, no le impone una penitencia, no pone
precio al perdón. Simplemente, se alegra, le sale al encuentro, lo abraza y
hace fiesta. El hermano, naturalmente, no lo comprende.
Igual que los fariseos no podían entender la actitud de Jesús con los
pecadores. Igual, repito, que tampoco nosotros podemos comprender el amor y el
perdón de Dios. Nos resulta demasiado grande y demasiado gratuito. Rompe
demasiado nuestros esquemas. Y. sin embargo. 110 hay nada más coherente con todo movimiento
profundo de la revelación bíblica de Dios. Esa revelación a cuya irradiación
debemos exponernos, venciendo la resistencia a dejarnos convencer por ella.
En realidad, y bien mirado, el progreso en la vida cristiana no está
en otra cosa: consiste en ir aprendiendo a creer en el amor de Dios, a fiarse
de su perdón, a dejarse transformar por esa certeza salvadora.
A. Torres Queiruga
El Dios de
Jesús Sal Terrae. 1991
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