FALSIFICACIÓN DE LA CRUZ DE CRISTO
(J.I. González Faus, Herejías del catolicismo actual, Trotta, Madrid, 2013, 35-46)
El falso modo de argumentar de que hablábamos
en el primer capítulo (“Dios es así; es así que Jesús era Dios, luego tenía que
ser -o actuar- así y así”) ha funcionado también, negativamente, a propósito de
la obra redentora de Jesús. Veamos, si no, un par de ejemplos entre muchos
posibles:
“¿Qué es lo que condenó a Jesús a una muerte
tan atroz? ¿Fue Pilato? ¿Fueron los
escribas y fariseos? No hermanos míos no. Fue la justicia divina que
nunca quiso decir ‘basta’ hasta que le vio expirar sobre ese suplicio. El
Salvador bondadoso agonizaba colgando en el aire de tres clavos, derramaba
lágrimas de sangre, sangraba por todas partes. Pero la justicia inexorable
decía ‘todavía no’. Su tierna madre lloraba al pie de la cruz, sollozaban las
piadosas mujeres, gemían todos los ángeles y espíritus bienaventurados ante tan
cruel espectáculo. Pero la Justicia sin dejarse conmover repetía ‘todavía no’.
Y no dijo ‘ya basta’ hasta que no le vio exhalar el último suspiro. ¿Qué decís
ahora hermanos míos? Si la justicia divina ha tratado tan severamente al
Unigénito del Padre sólo porque había tomado sobre sí nuestros pecados –o mejor
la sombra de nuestros pecados- ¿cómo nos tratará a nosotros que somos los
verdaderos pecadores?” (S.
Leonardo de Porto Maurizio, Sermons pour
les missions, II, p. 169).
“La sangre de Jesucristo no debe haberse
derramado en vano. Pero hay que saber que la primera finalidad de Jesucristo en
su pasión fue satisfacer a la Justicia divina por las injurias que le habían
hecho los hombres, y así acabar con el gran desorden que reinaba en el mundo,
donde Dios sufría tan grandes ultrajes en todas partes y no recibía de nadie
una satisfacción digna de Él y que respondiera a la Grandeza de su Majestad
Soberana. Ahora bien: al haberse cumplido plenamente esta reparación de la
gloria de un Dios ultrajado por sus criaturas, que era el fin primero y
principal de la pasión de Jesucristo, se sigue que, aunque todos los hombres se
condenasen, la sangre de Cristo no habría sido derramada en vano, sino que su
fruto sería muy grande y de infinita gloria para la Majestad de Dios” (Sermón
del P. Segneri sobre el número de los elegidos, Oeuvres, I, 118).
Estos dos textos del siglo XVIII, nunca
condenados por ningún santo oficio, reflejan bastante bien algo que está
todavía en las cabezas de muchos católicos, y que responde a la catequesis de
mi infancia, a muchos ejercicios espirituales que recibí en mi juventud y (sin
exagerar tanto) a la teología que estudié antes de ordenarme de presbítero. La
mentalidad que transmiten ha dado lugar al rechazo de la fe por parte de muchas
gentes de mi generación y ha impreso en muchas cabezas la imagen del Dios del miedo,
parecida a la que tenía el tercer empleado de la parábola de los talentos (Mt
24): su definición no es la del Nuevo Testamento (Dios es Amor) ni la del
Primer Testamento (lleno de misericordia y fidelidad) sino la de una justicia
“inexorable” y que “no se deja conmover” (así S. Leonardo). Tan cruel que,
aunque no se salvase ni un solo ser humano, se sentiría satisfecho con los
dolores de Jesús que aplacaban su sed de justicia (así Segneri).
Ese dios del miedo lleva a una piedad
obstinada sobre todo por “tener a raya a Dios”, de la cual pueden salir figuras
como el fariseo de la parábola o el hermano mayor del hijo pródigo: pero muy
difícilmente saldrán figuras como Pedro, Pablo, Juan u otros seguidores de
Jesús.
Como suele pasar en la historia de las ideas,
hay algo válido que conviene no perder en la explicación dada, pero totalmente
desubicado y, en consecuencia, monstruosamente desmesurado: es válido el afán
por salvaguardar la seriedad del tema de Dios y de nuestra impureza ante Él; en
eso nunca insistiremos bastante. Pero a la vez hay en esa mentalidad una
deformación total de la imagen de Dios que deja de ser el padre de la parábola
del pródigo (Lc 15) para asemejarse más al Señor cruel, controlador e
irritable, que se aplaca viendo sufrir a los suyos. Jean P. Sartre evocaba esa
figura del dios del miedo (el “ojo” que siempre está controlándote) como una de
las causas de su ateísmo.
Por eso, de acuerdo con la indicación
metodológica propuesta en el primer capítulo, quizá convenga situar primero el
origen de esa mentalidad para mejor rescatarla y purificarla. Conociendo el
origen de esta explicación se puede
comprender mejor tanto lo que tenga de validez o de buena intención,
como lo que tiene de equivocada y el mal
que puede hacer hoy. La historia de las cosas ayuda a entenderlas mejor y -si
llega el momento en que hay que desprenderse de ellas-, se hace entonces como
quien prescinde de un vestido viejo o de un alimento con fecha de caducidad
pasada; no como quien rechaza agresivamente alguna amenaza que considera
engañosa.
3.1.- ¿Dios a la
altura de nuestras justicias?
En el mundo teológico es de sobra conocido que
el origen de esa explicación se sitúa en el s. XI y en la obra de Anselmo de
Canterbury (Cur Deus homo: por qué
Dios se hizo hombre), según la cual, para redimir al género humano empecatado
tenía que venir el mismo Dios a la tierra, ya que, dada la infinitud de Dios,
ninguna obra humana podía ser una reparación “digna de Él”. Y notemos: otra vez
nos encontramos con el concepto de dignidad. Ahora la dignidad de Dios funciona
según el principio de que todo pecado tiene una malicia infinita porque la
ofensa se mide por la dignidad del ofendido; mientras que la reparación que se
quiera dar siempre será finita y, por tanto, insuficiente: porque se mide por
la dignidad del que la da, no de quien la recibe[1].
La teoría de Anselmo es más extensa pero lo
dicho es suficiente ahora. Lo curioso es que, en su origen, el buen fraile no
pretendía hacer una obra de teología sino unas consideraciones piadosas para
alimentar la fe de sus hermanos. Luego pasó a la historia como una tesis
teológica, en parte por culpa de su autor, que pretende mostrar el sentido de
la pasión de Jesús con argumentos de sola
razón y de estricto rigor lógico, de modo que “aun prescindiendo de Cristo”
siga siendo necesaria la cruz para salvar a este mundo.
He dicho otras veces que los racionalismos
teológicos son un gran peligro y que el racionalismo no sólo puede usarse para
negar a Dios, sino también para defenderle; aunque, en este otro caso, en vez
de defenderle se le empequeñece encerrándolo y apresándolo en una síntesis
creatural y contingente, y olvidando que todo el lenguaje teológico es
necesariamente analógico o metafórico: aproximado más que matemático y que
(como dijo el IV Concilio de Letrán), en nuestro lenguaje sobre Dios, por muy
verdadero que sea, siempre hay “más mentira que verdad”[2]. Hegel es un buen ejemplo de
este racionalismo, aun con toda su genialidad innegable.
Prescindiendo ahora de las incoherencias del
sistema anselmiano de que hablaremos en seguida, lo más importante es la imagen
pagana de Dios que transmite. Y me permito llamar “pagana” a esa imagen
apoyándome en este diálogo de Las
Bacantes del gran dramaturgo griego Eurípides:
-
“Te imploramos, Dionisos, hemos
sido culpables; mas tu venganza es demasiado cruel”
A lo cual responde Dionisos:
-
“Tened en cuenta que yo, ¡un dios!
he sido ultrajado por vosotros”
Se trata aquí de que el honor debido a Dios se
le quita por el mal que hacemos y debe ser reparado. Lo cual no hay por qué
negarlo. Pero lo que no podemos hacer es dictar a Dios, desde nuestra razón,
cómo tiene que realizar esa reparación: porque podríamos hacer un Dios
demasiado a imagen nuestra. Una prueba
de ello la ofrece nuestra psicología, aun desde una óptica meramente laica:
cuando se ha producido una injusticia (sobre todo si soy yo la víctima de esa
injusticia), la necesidad de “restaurar el orden de las cosas” la ponemos nosotros en el dolor causado al agresor: ver sufrir al culpable aplaca mi sensibilidad
ofendida. No percibimos que, infinidad de veces, hay ahí más sed de venganza
que hambre de justicia. Algo de eso proyecta sobre Dios el texto de Eurípides
que acabo de citar: la venganza ¡de un dios! no podrá menos de ser cruel. En
cambio, el Dios revelado en Jesucristo, hace justicia volviendo justo al
injusto en vez de castigarlo, como intentó explicar la carta a los romanos.
Podemos concluir pues que el dios de Anselmo,
como el de Eurípides responden más a la idea religiosa general de Dios, que al Dios revelado en Jesucristo.
3.2.- La inercia
de la historia.
Es comprensible que, en la mentalidad de la
sociedad feudal de cambio del milenio, la teoría anselmiana acabara
imponiéndose pese a algunas resistencias: Abelardo intuye la imposibilidad de
esa lógica férrea que buscaba Anselmo, arguyendo que, según éste, lo que
satisface a Dios es un pecado todavía mayor que el que le había ofendido. Tomás
de Aquino, consciente de las limitaciones de todo lenguaje teológico, la
aceptará aclarando que no se trata de una estricta necesidad de razón, sino de
una “conveniencia”; pero hablar de conveniencias era echar por tierra todo el
proyecto del estricto racionalismo anselmiano. Dante, intuyendo “avant la
lettre” el humanismo posterior, explicará la cruz desde el deseo de Dios de que
sea el hombre mismo el autor de su redención en vez de recibirlo todo hecho
desde fuera:
“Che piu largo
fu Dio a dar se stesso
Per far l’uom suficiente
a rilevarsi
Que si elli avesse sol da sé dimesso”[3]
(Paradiso, VII, 115-117).
Con estos arreglos podría haberse sostenido
mal que bien la explicación anselmiana, de no haber sido por la forma como la
radicalizó Lutero desde su experiencia personal de imposibilidad de salvarse:
Lutero ya no ve en la cruz la satisfacción dada por el hombre (Jesús) a Dios,
sino más bien el castigo impuesto por
Dios a Jesús (en lugar de a nosotros). Y si esto en la trayectoria personal de
Lutero resultó fuente de liberación y de reforma, al centrar toda su piedad en
Cristo como reconciliador con Dios, contribuyó posteriormente a robustecer la
imagen del Dios del miedo, al menos en la iglesia católica que, por un lado, no
aceptaba la devaluación luterana del hombre pero, por el otro, no quería ser
menos que Lutero en el reconocimiento del pecado humano.
He creído necesaria esta larga explicación
para poder ver ahora mejor las consecuencias que ha podido tener sobre
nosotros, tras el paso de la mentalidad y la cultura medieval a la moderna.
Resta aclarar solamente que la teoría de la
satisfacción nunca fue adoptada y consagrada por el magisterio supremo de la
Iglesia, aunque sí por la teología posterior (con los matices ya indicados),
quizá porque cuadraba bien con la cultura de aquella época.
3.3.-
Desenfoques.
Vista desde la experiencia creyente, la
explicación anselmiana aparece como una foto que, aunque reconocible, presenta
graves desenfoques. Me vienen ganas de escribir que lo que hizo Anselmo con la
Cruz de Jesús es algo parecido a lo que ha hecho con el “ecce homo” de Borja
aquella buena mujer que pretendió restaurarlo y de la que todos los medios
hablan en estos días. Señalaré al menos dos desenfoques: rompe la unidad del
acontecimiento de Cristo (Encarnación-Cruz-Resurrección) privilegiando
desenfocadamente a la segunda. Y a pesar de eso, no llega a explicar la muerte
de Jesús. Vamos a verlos[4].
a.- En esta explicación satisfaccionista, la
divinidad de Jesús deja de ser la unión (las bodas, decían los Padres de la
iglesia) de Dios con la humanidad, para elevarla hasta su misma vida y su mismo
nivel de ser. La divinidad de Jesús sólo
sirve para que sus obras tengan un valor infinito y, por tanto, sean dignas
de ser aceptadas por Dios. La divinidad de Jesús es un mero “principio formal
de valoración de actos”. Con ello, Encarnación y Resurrección pierden su
mensaje salvífico y la salvación queda toda reducida a la cruz. Todo el mensaje
encarnatorio visto en el primer capítulo (el Logos-sarks) está ausente aquí. Y
desde esta visión tan meramente formal, irán gestándose poco a poco todas las
tendencias que han llevado en nuestros días a querer negar (o prescindir de) la
divinidad de Jesús, cuando ha entrado en crisis aquel universo mental
anselmiano de la reparación infinita.
b.- Como suele ocurrir a todos los
racionalistas empedernidos, Anselmo perece
víctima de su propia lógica: pues, según su explicación, la muerte de Jesús no era necesaria estrictamente: Jesús podría
haber hecho otros mil actos virtuosos y más simples (todos ellos de valor
infinito) los cuales repararían condignamente a Dios, y haber muerto luego
tranquilamente en un lecho junto al lago. ¡Y toda la teoría anselmiana había
sido construida para mostrar rígidamente la necesidad de esa muerte en cruz!.
Se recurre entonces al argumento de que,
aunque la cruz no era necesaria, Jesús murió así “para mostrarnos más su amor”.
Con lo cual ese amor parece mostrarse en el
dolor gratuito y supererogatorio; y lleva a la mentalidad de que a Dios le
da gusto nuestro sufrimiento y nuestro
dolor. El dolorismo heterodoxo que ha generado la cruz en nuestro catolicismo
viene en buena parte de ahí: Estamos a un paso de una redención
“sadomasoquista” [5]
y esto conviene
explicarlo un poco más. Veámoslo.
Con un juego de palabras que me gusta repetir,
hemos pasado inconscientemente de saber que
“todo lo que vale cuesta” (y el Reinado de Dios es nuestro valor
supremo) a creer que “todo lo que cuesta vale”. Jesús señala que la puerta del
reino es estrecha, pero eso no debería significar que todas las estrecheces
llevan al Reino. Y nuestra liturgia habla constantemente (y unilateralmente)
sólo de la muerte de Jesús, y no de su vida entregada hasta la muerte. Las
oraciones de la Misa están llenas de esas alusiones a la muerte sola (o muerte
y resurrección, pero sin incluir la vida
de Jesús como entregada hasta el fin). Así se genera otra vez la impresión
de que lo negativo es por sí solo fuente
de positividad, en manifiesto contraste con la frase del Maestro: “nadie
tiene más amor que el que da la vida por los amigos”. Y en contraste también
con la acotación que le hizo san Bernardo a Anselmo: lo agradable a Dios no fue
la muerte en sí, sino la voluntad del que moría (“non mors, sed voluntas
placuit morientis”). El amor puede comportar mucho dolor, pero lo positivo y
fecundo (lo salvador) será siempre ese amor que no retrocede ante el
sufrimiento: no éste solo por sí mismo.
c.- Todo ello ha llevado a mil visiones de la
pasión y de la cruz del Señor que casi las reducían al mero dolor físico,
desconociendo el drama interno de Jesús, el vértigo de verse condenado por los
mismos representantes oficiales de Dios, y la
oscura noche de sentirse abandonado por Dios. La película de Mel Gibson
respiraba esta sensibilidad que, por otro lado, resulta muy tranquilizadora
para todos los poderes religiosos, al liberarlos del aviso de que también ellos
pueden acabar actuando como los sanedritas y los sumos sacerdotes judíos que
condenaron a Jesús.
3.4.- Las
trampas del lenguaje
Todos esos desvíos son quizás explicables
desde otro de los límites de nuestros utensilios humanos: ya dijimos que
nuestro lenguaje es una herramienta incomparable pero demasiado pequeña y,
además, cambia con el paso del tiempo y el traspaso a otras culturas e idiomas.
Y no cabe negar que el léxico del Nuevo Testamento da pie a veces para
malentendidos en este punto, si olvidamos esos límites del lenguaje. Por
ejemplo:
- La sangre nos evoca a nosotros el dolor,
para los antiguos significaba vida.
- La palabra
redención sonaba a liberación para la gente del Nuevo Testamento
(liberación de la esclavitud o de las prisiones donde solía haber más cautivos
de guerra que delincuentes); a nosotros en cambio nos suena ya a la expiación
satisfaccionista.
- La expresión (típica de algunos credos)
“morir por nuestro pecados” o “por nuestra causa” puede significar “por obra
nuestra (o por causa nuestra)”; no significa necesaria ni exclusivamente “para
bien nuestro”.
- El término sacrificio nos evoca a nosotros
algo doloroso mientras que, para los antiguos, evocaba sobre todo algo
“sagrado”: algo que, por haber entrado en la órbita de la divinidad, quedaba de
algún modo sacralizado[6].
En resumen: todos estos símbolos
neotestamentarios no pueden tomarse como significados unívocos y jurídicos, y
esto es lo que hace la teoría de la satisfacción. Como escribe con tino un
comentarista: “Anselmo utiliza conceptos jurídicos y comerciales no sólo como
metáforas sino como elementos formales de su soteriología. Pues de otro modo la
demostración no valdría”[7].
Eso le lleva a convertir a Dios en el
objeto de la reparación (o el obstáculo a superar en nuestra salvación)
mientras que en el Nuevo Testamento Dios es siempre el autor primario de ella. Por eso, desde la óptica
neotestamentaria (y en contraste con Anselmo) podemos decir entonces que
nosotros entregamos a Jesús y él aceptó ser entregado por nosotros en lugar de
destruirnos; y que esa entrega “llega hasta los cielos” (como gusta decir la
carta a los Hebreos) o reconcilia a Dios con nuestra humanidad más de lo que le
enemista el acto que nosotros hacemos[8].
Queda claro también que nada de lo dicho
pretende negar el carácter oneroso de la redención humana, como tampoco lo hace
el Nuevo Testamento y como parece pedir a veces una espiritualidad postmoderna
pseudoizquierdosa y un tanto egótica, que hoy está de moda. De lo que hemos
tratado es, sencillamente, de situar y dar su verdadero sentido a ese carácter
oneroso y a ese “gran precio” con el que hemos sido comprados (1 Pe 1,18): que
nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos.
Y hemos hecho este intento para evitar
precisamente las consecuencias nefastas de la teoría anselmiana que nos quedan
por exponer, y donde late la herejía que intentamos desenmascarar en este
capítulo.
3.5.-
Consecuencias
a.- La perversión antes señalada de una gran
verdad (todo lo que vale cuesta), en un falso principio (todo lo que cuesta
vale), dio pie a través de la historia a todo ese dolorismo católico y al
olvido de que el dolor que vale es aquel que es fruto de un amor tal que no se
arredra, ni se echa atrás ante las consecuencias de su opción amorosa; es el
dolor de Jesús, el de Pablo, el de tantos mártires del s. XX que (en cierta
coherencia con esa mentalidad deformada) Roma se resiste a reconocer como
mártires porque su martirio fue consecuencia de una vida conflictiva de la que
quizá quepa decir que “ellos se lo buscaron”. Lo peor de ese dolorismo no es
que en él se magnifique el dolor sino que se banaliza todo el drama del
Calvario y su impresionante seriedad…
En la vida hay mil cosas placenteras que son
creaturas de Dios. Los primeros cristianos aprendieron muy pronto a privarse de
ellas por solidaridad y para compartirlas
con los hombres sufrientes o carentes de ellas. Pero pronto esa privación se
pervirtió, convirtiéndose en algo que agrada a Dios por sí misma. Del primer juego de palabras (ayunar para ayudar, en
línea con el “ayuno agradable al Señor” de Is. 58,5) se pasó a ayunar para dar
gusto a Dios. ¿Quién no ha oído alguna vez el chiste comodón: todas las cosas
buenas o engordan o son pecado? Y en lo que tiene de cáustico refleja que hemos
dado pie para él.
b.- La
cruz se convirtió así en factor de resignación cuando en realidad es el
resultado de no haberse resignado Jesús ante la injusticia establecida:
parece ser un motivo de sumisión y aceptación, en lugar de ser un motivo de
lucha (¡que puede acabar mal!: por algo
dice el refrán que el que se mete a redentor sale crucificado). Y lo que es
peor: las autoridades religiosas han abusado muchas veces de esta deformación
de la cruz para reclamar una sumisión rápida e incondicional, carente de
diálogo y de búsqueda común, donde quien manda tiene no sólo la última palabra,
sino la primera y la única palabra posible.
c.- Pero no sólo factor de resignación: la
cruz (como ya hemos insinuado) acabó justificando una noción moralista o
religiosa de la justicia, que no es la justicia del Dios revelado en
Jesucristo. El placer que siento de ver sufrir al que me ha hecho sufrir me
parece la plenitud de la justicia y la restauración del orden roto del
universo. Esta pobre justicia humana, tan cercana a la venganza, queda
santificada por la justicia de Dios en la cruz de Jesús, según los teólogos de
la expiación. En oposición a ese modo de ver proponía Jesús: “se os dijo: ama a
tu prójimo y aborrece a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos
para que seáis hijos de vuestro Padre que hace salir el sol sobre justos e
injustos…” (Mt 5,45). La paternidad del Abbá
lleva hasta el amor a los enemigos: un amor que, evidentemente, no
significa atracción por ellos como si fuese un síndrome de Estocolmo, y como
tendemos a entender nosotros que hemos reducido el amor a la atracción. Amar al
enemigo es no devolverle mal sino desearle bien. Y, si ha sido efectivamente
injusto, el mayor bien que se le puede desear es que se libere de su maldad. La
justicia del Dios revelado en Jesucristo es la justicia del Amor, no la del
Amo: por eso no pretende el dolor del ofensor para recrearse en él, sino que
busca y espera el cambio de los hombres injustos, y que dejen de serlo.
d.- Finalmente, todo lo anterior dio lugar a
otra deformación de la piedad católica: la necesidad de buscar sustitutos
misericordiosos de ese dios inmisericorde : María, la devoción al Sagrado
Corazón, los santos intercesores, las velas, los votos, determinadas prácticas
como los primeros viernes, las mil búsquedas artificiales de “reparación” por
el mero dolor[9]…
En todas ellas se detecta la infiltración de un cierto jansenismo en la piedad
y en iglesia oficial, donde suele pasar que las herejías de derechas se
infiltran siempre. (Las de izquierdas ya no tanto).
e.- Por eso hay que agradecer a la investigación crítica que haya
dejado tan claro que la muerte de Jesús es una
consecuencia de su vida y no una exigencia metafísica de la justicia de
Dios: Cristo entregó su vida por nosotros no para satisfacer una justicia que
es mera proyección de la venganza humana, sino porque la maldad humana, eso que
llamamos el pecado, no es meramente una ofensa al Amo, sino algo mucho más
serio: una ofensa al Amor[10].
Y en esa vida, entregada al amor y por amor, en esa perseverancia en la entrega
saltando (como me gusta decir) desde el abandono de Dios a las manos del Padre,
se produjo algo tan serio y de tal valor que redime a esta tierra cruel y a
este género humano que matando al hombre mata al mismo Dios, pero en el que la
entrega del hombre vuelve a hacer presente a Dios. Por eso cantaron los
medievales: “o Crux, ave, spes única”, porque es el único punto de esperanza
que sigue en pie en medio de las vicisitudes de esta historia (“stat Crux dum
volvitur orbis”). Por eso los cristianos, aunque no lo sepan, son educados a
persignarse cuando en la celebración eucarística se les anuncia la lectura el
evangelio. Es una manera de anunciar que la buena noticia que van a escuchar es
precisamente “la palabra de la Cruz”.
El
evangelio proclama que hemos sido redimidos no sólo por la resurrección de
Jesús, sino también por su muerte. Éste es un nuevo consuelo para quienes
vivimos en el sufrimiento y la angustia de la muerte. ¿Cómo ha de entenderse
que una muerte pueda ser redentora?
Dios
creó una vida humana que, en la perfecta sencillez del servicio, cumplió el
destino propio de la creación: la vida de su Hijo que es Imagen suya. Él fue
el amor en este mundo sin amor. Esa misión del amor fue para Él trabajosa. La
vida de Jesús hace ver lo dura que le resultó. En un mundo torcido tuvo que
vivir rectamente; en una humanidad desobediente, permanecer obediente; en un
mundo egoísta ser el amor.
Eso
fue tan imposible que lo mataron. Fue la culminación del absurdo del mal, y
la Iglesia trató de explicárselo desde el principio con palaras del Antiguo
Testamento… [alusiones a Isaías 42, 1-9; 49, 1-6; 50, 4-11; 52, 13;
53,12]
Nos
encontramos ante un misterio que desborda todos los conceptos, bien que
despierta un eco profundo en nuestros corazones…. En la edad media y durante
mucho tiempo después… se ha acentuado el aspecto de satisfacción: la
muerte de Jesús fue un sacrificio de
reparación. El Padre había sido ofendido, el orden legal perturbado; debía
pues tener un castigo. Ese castigo se cumplió en el Hijo. Así el orden
quedaba de nuevo restablecido.
Tal
concepción parte de una idea estrecha de justicia que no es la que hoy
poseemos. Era idea medieval que el delito o el pecado viene a perturbar un
orden legal que el castigo y el dolor podían restablecer. También nosotros
seguimos pensando así con harta frecuencia. El que ha hecho algo mal dice:
“castígame, lo he merecido”. Nosotros hombres de hoy, de ordinario vemos la
culpa y el mal de modo más personal. El molestado y ofendido no es un orden
jurídico sino una persona. Así pues, la reparación no se efectúa mediante el
dolor y el castigo sino mediante las disculpas, las obras y el amor.
La
interpretación de la Escritura se orienta también en este sentido. La
redención de que Jesús es portador la Escritura no la ve en primer lugar en
los dolores que Él sufre a fin de restablecer un orden jurídico, sino en la
disposición de servicio y en la bondad de su vida, satisfactoria para
nosotros. El Padre no exige dolor y muerte sino una vida humana buena y bien
vivida…
Nuevo Catecismo para
adultos (= Catecismo holandés), Barcelona 19682, pgs. 269-70)[11].
|
[1] Esto que
a san Anselmo le parecía un principio evidente es, en realidad, una proyección
hasta Dios de la mentalidad social de la Edad Media: señores feudales y siervos
de la gleba. Razón tiene Ratzinger cuando insiste en que la religión es
inseparable de una cultura en la que anida pero con la que no se identifica. De
ahí la necesidad de constantes purificaciones.
[2] “Non tanta
similitudo quin maior sit dissimilitudo notanda” (DH 806).
[3] “Más
generoso era Dios dándose a Sí mismo para hacer al hombre capaz de redimirse,
que si se hubiera limitado a perdonar Él solo”
[4] Para una
explicación más lenta y, sobre todo, para la crítica a la explicación anselmiana,
remito al cap. 12 de La Humanidad Nueva, Santander
20009.
[5] El
acertado y provocador título del libro de F. Varone (El dios sádico) no ha salido del Nuevo Testamento sino de su olvido
por el racionalismo anselmiano.
[6] Si
muchos sacrificios implicaban la destrucción de la ofrenda era como señal de
que había sido aceptada por la divinidad: bien sea a través del fuego que
“desmaterializaba” los dones presentados, o bien a través de la ingestión por
la que el dios, al comer los dones, los hacía parte de su ser. También esto
implicaba la destrucción de las ofrendas: de ahí la frecuencia del sacrificio
de animales en muchas religiones antiguas. Pero el aspecto oneroso no es el
central, sino el sacralizar (sacri-ficare o “sacrum facere”) las ofrendas
presentadas.
[7] H.
Kessler, Cristología, Brescia 2001,
pg. 153
[8] Sobre
este punto remito otra vez al capítulo 12 de La Humanidad Nueva (apartado tercero).
[9] Como muchos lectores verían la película La Misión, vale la pena recordar la
escena en que el noble convertido se empeña en subir cargado una cuesta
simplemente como reparación de su anterior crimen, ante la mirada atónita del
espectador y la comprensiva de los dos jesuitas que prefieren dejarle hacer,
vista su buena voluntad.
[10] Sobre
este juego de palabras, remito al capítulo 7 de Proyecto de hermano. Visión creyente del hombre.
[11] Cito la
2ª edición porque en las pgs. 24-27 del Apéndice puede verse la nueva versión
de ese texto tras las objeciones que suscitó en la Curia romana.
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